Pernambuco

Al calor de aquella noche de verano de Buenos Aires lo aligeraba una brisa débil y delicada, la que se percibe sólo si uno quiere. Juanjo, Marcelo y Sergio mantenían desde hacía dos décadas una distante relación de amistad, los unía el pasado. Habían cambiado. Sergio estaba casado y tenía tres hijos, Marcelo naufragó en varias relaciones, -soy un ser libre- se repetía a sí mismo para justificar su soltería y sus fracasos, y Juanjo se había convertido en sacerdote. Se reunieron en Flores, su barrio, que aunque se pareciese al de siempre ya no era el mismo.

Llegaron al bar de la esquina de la calle Bonorino y la Avenida Directorio cerca de la medianoche, se puede decir que ya habían cenado si se considera una cena a los tres whiskys y el pequeño pedazo de pan que había comido Marcelo y a la comida macrobiótica de Juanjo. Sentados en una mesa en la vereda podían verlo todo, los coches, pocos a esa hora: el sutil movimiento de las ramas de los árboles, la gente que caminando entre claroscuros hacían sonar a las baldosas flojas, y el policía en la esquina de enfrente, que hacía guardia sin dejar de mirar su teléfono creyéndose escondido en el portal de una casa. Muchas mujeres pasaban por ahí, pero ya no había en ellos la complicidad, ni la energía, ni la imaginación, ni las ganas como para mirarlas con pasión, solo admiraban la belleza sin sentirse demasiado atraídos, cada vez más liberados de los deseos carnales de la juventud.

En la adolescencia estuvieron muy unidos, la última vez que habían hecho algo importante juntos fue un viaje por medio Brasil para festejar los 20 años de Sergio, el último día fue pura fiesta, como si supiesen que era la despedida de una etapa de sus vidas en la paradisíaca y semi virgen Praia Dos Carneiros de Pernambuco, donde prolongaron la fiesta hasta la madrugada. Después de eso los encuentros comenzaron a espaciarse en el tiempo, los planes de hacer algo juntos no se concretaban, las obligaciones junto con las nuevas relaciones sociales y familiares fueron corroyendo su amistad hasta que sólo quedaron esporádicos mensajes y llamadas por teléfono. No ayudó mucho tampoco que Juanjo al poco tiempo comenzara la carrera de seminarista, una vocación que lo alejó no solo de sus amistades sino también de casi todo su estilo de vida, fue el único de los tres que pudo dejar de fumar.

Marcelo pidió un whisky, el cuarto del día, Juanjo un té y Sergio un capuchino, no sin antes protestar porque no servían ningún «coffee gourmet», ya se había olvidado de quién era cuando tomaba sin problemas el café aguado que le preparaba su abuela. La conversación transitó por ponerse al día con la vida de conocidos que tenían en común, por la situación política y hasta por los pequeños achaques de salud que ya comenzaban a padecer, especialmente por el uso de gafas para la lectura. Y cada vez que asomaba alguna anécdota de sus vacaciones en Brasil, Juanjo cambiaba de tema, se sentía incómodo. Sergio al darse cuenta pensó: -un cura no se va a poner a hablar de fiestas. ¡Cómo cambia la gente!

En medio de la nostalgia, de lo que ya no es, de lo que se perdió para siempre y de bromas sobre la oscuridad que les deparaba el futuro, Marcelo dijo:

-Yo, a pesar del paso del tiempo estoy contento, la felicidad es disfrutar del momento y no pensar. Es más, pensar y ser feliz es imposible.

Sergio, que estaba muy cómodo, casi tumbado en la silla, se incorporó, se puso serio y le contestó:

-No estoy de acuerdo, la felicidad está al final del camino, se es feliz cuando conseguimos lo que nos proponemos, con la culminación exitosa de los proyectos. Pero el recorrido para llegar a ella está lleno de sacrificios. No hay felicidad sin padecimientos, toma valor en el contraste, las vacaciones son buenas para ejemplificarlo, solo existen si uno trabaja.

Juanjo no escuchaba, seguía extraviado en sus pensamientos. Su rostro estaba cada vez más pálido. Sergio siguió:

-Pensar, meditar y planear son precisamente los instrumentos que necesitamos, sin ellos nos entregamos solo al azar, y un éxito así es incompleto y por ende la satisfacción que nos da también lo es.

Marcelo algo enojado por lo que decía su amigo le respondió:

-El camino, la búsqueda están en el ahora, siempre estamos buscando, es nuestra naturaleza, eso nos define- El proceso para conseguir lo que deseamos nos hace felices y el alcanzar los objetivos es el final, es la muerte del interés, del entusiasmo y del movimiento, por eso nada más llegar a la meta nos inventamos otra.

Y luego de una calada al cigarrillo siguió diciendo:

-La razón sólo te lleva a saber que al final no hay nada, que en el futuro está la muerte.

-¿Y vos qué opinas Juanjo? Un cura debe tener algo importante que decir en este tema, le inquirió Sergio mientras encendía un cigarrillo con el que estaba terminando de fumar.

-Voy al baño- respondió Juanjo visiblemente afectado y se levantó de la mesa.

Cuando llegó al lavabo del baño se miró al espejo y con ambas manos se tiró agua a la cara. Esa reunión después de tantos años le traía demasiados recuerdos, se sentía desorientado, dudaba. Al regresar comentó que ya se sentía mejor y se pidió un vodka sin hielo.

Sus amigos siguieron debatiendo y el guardó silencio hasta terminar el trago.

-La maté- murmuró interrumpiéndolos.

-No te entiendo- le contestó Sergio

-¡Mataste tu líbido con el celibato! Bromeó Marcelo.

¡La maté! Volvió a repetir esta vez más fuerte y rompiendo a llorar.

-¿Qué pasó? ¿Qué hiciste? Preguntaron sus dos amigos sin comprender nada, desbordados por la situación.

Eran casi las dos de la mañana y el bar estaba por cerrar, decidieron salir a caminar y sentarse en un banco en el centro de la Plaza Misericordia que estaba muy cerca. No había nadie, era el lugar ideal para hablar tranquilos. Una vez allí, el cura comenzó su relato:

– La ultima noche en Pernambuco, ¿se acuerdan? No se deben acordar como yo, hasta los detalles de ese día recuerdo perfectamente. Conocí a Eliana, una chica preciosa, tendría 19 años. Habíamos bebido mucho, ¿se acuerdan no? Nos fuimos un poco lejos para estar solos, donde la vegetación era más frondosa.

Juanjo estaba sentado mientras hablaba, golpeaba el suelo frenéticamente con la punta del pie derecho, sus amigos lo escuchaban de pie con los brazos cruzados, atónitos. Siguió contando entre sollozos:

-Algo en la violencia sexual me atraía, fantaseaba con eso pero sin hacer daño, y no sé como pasó pero la asfixié, pero no era mi intención. Habíamos bebido demasiado, me pasé. Y después se puso violeta y ya no se despertaba, y estuve un buen rato intentando reanimarla. Luego la escondí entre unas piedras y la enterré en arena. Habrán tardado en encontrarla y además nadie nos conocía por allí, siempre supe que no podrían buscarme. Entregarme a la justicia supone arruinar a mi madre, no tengo el valor. La maté, destruí su vida y la de otros.

Después de un largo rato meditando sin levantar la vista del suelo, termino diciendo:

-La felicidad para mí es la ausencia de culpa y de dolor, es lograr salir de este infierno.

Pasado un largo rato de silencio los tres amigos se despidieron con muecas, sin palabras, y se fueron cada uno por su lado, no volvieron a hablarse y nunca le contaron a nadie lo sucedido.

Juanjo, al día siguiente de morir su madre, unos meses después, confesó su crimen. En medio del proceso judicial alguien decidió vengarse y su cuerpo apareció tirado en una zanja a las afueras de la ciudad, con marcas de manos en su cuello. El sicario pudo ver la mirada agradecida de su victima mientras lo mataba. El sacerdote en el último suspiro logró ser feliz.

Fotografía: Hernán Piñera

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